16 septiembre 2011

La sabiduría del Sapo

A aquel estanque solían ir los despechados a desahogar sus penas. Tantos años de ver lágrimas y dolor le dieron al agua un peculiar color, un azul oscuro como cielo nocturno. Sólo un renacuajo pudo crecer, inmerso en penas, en ambiente cruel.
Año tras año el sapo escuchó en silencio las ilusiones de las doncellas, los miedos de los valientes caballeros. Frustrado ante la impotencia de callar, comenzó a dar consejos uno a uno, escribía en las hojas flotantes, oculto en la oscuridad del agua.
Los rumores del estanque mágico corrieron por los alrededores: aquél que cuente sus penas y secretos recibirá en una hoja su consejo.
El sapo por fin había encontrado su razón de vida; ayudar a otros lo llenaba de satisfacción. Pero llegó el día en que regresó la frustración de percibir el dolor sin poder ayudar. Una joven sollozó durante horas en el estanque sin decir ni una palabra, sin explicar nada, cerrada en sí misma. A la noche siguiente, un joven permaneció en silencio hasta el amanecer, sólo veía al estanque en el mismo lugar que la joven lloró. La profunda tristeza y soledad del joven eran igual de desconsoladoras que las múltiples lágrimas de la dama.
Tras mucho pensar, el sapo decidió emprender su primer viaje fuera del estanque. Sigilosamente saltó por el pueblo y con sus grandes ojos observó cada detalle, reconoció muchas caras vistas antes a través de lo borroso del agua.
Por fin los vio, eran los jóvenes. A ella la apodó Nenúfare, nombre de las hermosas flores que yacen en los estanques, pensando en las de floración nocturna que se abren en el crepúsculo y se cierran al día siguiente. Al joven, Loto, como la flor de donde se dice que emergió Buda, quien tenía la misma tranquilidad y calma.
Nenúfare sonreía, tenía mucha alegría dentro, con pasión y una gran fortaleza; nadie pensaría que podría derrumbarse en lágrimas. Pero el sapo sabía que escondía un sueño roto. Loto tenía la misma tranquilidad y calma, pero escondía su dolor y ocultaba sus miedos tras una coraza de valentía.
No fue hasta que la mirada de Nenúfare y Loto se cruzaron que vio el sapo aquellos sentimientos, la confusión y la característica melancolía de una ilusión rota. El sapo era un experto en observar y analizar; para él eran transparentes y obvios. Sin embargo, entre ellos no parecía haber claridad. Cada uno estaba tan preocupado por ocultar su propio secreto que no se daba cuenta que el otro callaba las mismas palabras.
Eran tan diferentes pero tan iguales. Para el sapo ya era común: todos los humanos tenían un pasado que los llevaba a actuar de determinada forma. Un pasado hiriente, una batalla que los haría refugiarse en sí mismos. Varios miedos e inseguridades y múltiples complejos. Lo común: miedo al rechazo; a desnudar sus emociones, su historia y sus defectos; al abandono; a la soledad; al dolor.
Pero hay un miedo que nadie reconoce, el más grande de todos. Aquel que es capaz de paralizar y herir como todos juntos: el miedo a tener el amor y perderlo. Es ese el miedo que hace al más valiente huir, a la más bella ocultarse, y a todos alejarse.
El sapo vio a los jóvenes con esa tensión característica, como si estuvieran unidos por un resorte invisible que no los deja ni acercarse ni alejarse lo suficiente. Cada vez que hay un encuentro el golpe del rebote causa dolor.
Saltó de regreso al estanque y en el camino tomó algunos artículos para un nuevo plan. Como lo pensó, al atardecer Nenúfare se sentó junto al estanque otra vez sin hablar; esta vez sin lágrimas. Meditaba viendo la profundidad de las aguas oscuras de dolor. Se quedó sorprendida al ver emerger un objeto brillante, lo tomó. Era un espejo de plata con una grabación que decía: “si te conoces a ti misma inevitablemente te querrás y te abrirás”. Sólo cayó una lágrima con amargura y dulzura, característica de cuando escuchas una verdad real, dolorosa pero con cariño. Se fue viéndose en el espejo con una leve sonrisa.
A media noche llegó Loto con una seriedad que si uno observaba era pesadumbre. Para él salió a la superficie una daga de plata. En ella un grabado decía: “el valiente no oculta; conoce sus miedos, defectos y debilidades. Los transforma en cruzadas, cualidades y fortalezas”. Estuvo muchas horas viendo el reflejo de la luna en el estanque. Era tal la oscuridad que parecía como si fueran dos cielos nocturnos unidos en una delgada línea.
Para el sapo así siguieron los días: nuevas personas, nuevas penas, y más consejos que dar. Con la esperanza de haber ayudado a Loto y a Nenúfare y a los cientos de personas que llegaban a desahogarse. Sin embargo, nunca veía la conclusión de sus palabras. Después de todo, para que esas palabras sean acciones hace falta esfuerzo y tiempo. Las penas no se superan rápido; es como tener una costilla rota que duele constantemente hasta que un día deja de doler.

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